miércoles, 2 de marzo de 2016

Una cómplice en la solitaria soledad

Hay soledades bellas,
dolorosas como una puntada constante en el pecho,
frías como una gran cama en medio de un desierto hogar,
eternas como la edad de las estrellas
y solitarias como la sensación de vagar sin techo en una ciudad extranjera,
pero bellas,
enteramente

¿Por qué?

Porque cuando se vive desaforada, intensa e insensatamente
no se hace de la realidad un presente conforme,
no se hace de la normalidad un sentir extasiante
y los ojos ya no parecen confiables,
parecen una maldita imagen
de lo que día a día
miles de manos hacen para costreñir
el ingenuo, seminal y potente
sentir de niño,
placer del juego
y la orgiástica comunión de las fieras en incesante
movimiento.

No aspiramos
a sentirnos acompañados
de la muchedumbre
No queremos
el calor de los abrazos
de año nuevo
No deseamos
el sabor de sus banquetes
repletos de riqueza
No amamos
su narcisismo fundamentado
en el amor propio
No luchamos
por autosatisfacción ni abundancia
de aplausos y risas.

Preferimos
la oscuridad de la noche
y el brillar de las estrellas y la luna,
el frío de una tarde otoñal entre la lluvia
y entre los versos acaecidos por tamaña hermosura,
el hambre producto de la imposibilidad
de digerir la vida mundana,
la solitaria caminata hacia el hogar
llena de pesadumbre y melancolía,
la mirada inocente de un perro
a medianoche,
las luces medio apagadas
de un callejón sin salida,
una banca en medio de los salones ya vacíos
como testigo de un gran amor,
unos ojos abismales y necesitados
de comprensión profunda,
de angustia profunda.

¿Cuál poder puede ser más fuerte
que la fuerza que mueve al cómplice a extender su mano
al confidente?

Es el poder más fuerte que existe.

Y no hay quién no se enamore, de alguna forma, de un cómplice.

Es como encontrar oro en el barro,
o la flor más preciosa en un basural colosal.

Cada lágrima compartida con el cómplice,
es vida renovada en otra sintonía.

Nada que queráis vosotros, ¿verdad?

No hay comentarios:

Publicar un comentario